miércoles, 18 de agosto de 2004

Octavio Paz -El ramo azul-

El ramo azul

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
-No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente.
La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.


The blue bouquet

I woke covered with sweat. Hot steam rose from the newly sprayed, red-brick pavement. A grey-winged butterfly, dazzled, circled the yellow light. I jumped from my hammock and crossed the room barefoot, careful not to step on any scorpion leaving his hideout for a bit of fresh air. I went to the little window and inhaled the country air. One could hear the breathing of the night, feminine and enormous. I returned to the centre of the room, emptied water from a jar into a pewter basin, and wet my towel. I rubbed my chest and legs with the soaked cloth, dried myself a little, and, making sure that no bugs were hidden in the folds of my clothes, got dressed. I ran down the green stairway. At the door of the boardinghouse I bumped into the owner, a one-eyed taciturn fellow. Sitting on a wicker stool, he smoked, his eye half closed. In a hoarse voice, he asked:
‘Where are you going?’
‘To take a walk. It’s too hot.’
‘Hmmm – everything’s closed. And no streetlights around here. You’d better stay put.’
I shrugged my shoulders, muttered ‘back soon,’ and plunged into the darkness. At first I couldn’t see anything. I fumbled along the cobblestone street. I lit a cigarette . Suddenly the moon appeared from behind a black cloud, lighting a white wall that was crumbled in places. I stopped, blinded by such whiteness. Wind whistled slightly. I breathed the air of the tamarinds. The night hummed, full of leaves and insects. Crickets bivouacked in the tall grass. I raised my head: up there the stars too had set up camp. I thought that the universe was a vast system of signs, a conversation between giant beings. My actions, the cricket’s saw, the star’s blink, were nothing but pauses and syllables, scattered phrases from that dialogue. What word could it be, of which I was only a syllable? Who speaks the word? To whom is it spoken? I threw my cigarette down on the sidewalk. Falling, it drew a shining curve, shooting out brief sparks like a tiny comet.
I walked a long time, slowly. I felt free, secure between the lips that were at that moment speaking to me with such happiness. The night was a garden of eyes. As I crossed the street, I heard someone come out of a doorway. I turned around, but could not distinguish anything. I hurried on. A few moments later I heard the dull shuffle of sandals on the hot stone. I didn’t want to turn around, although I felt the shadow getting closer with ever step. I tried to run. I couldn’t. Suddenly I stopped short. Before I could defend myself, I felt the point of a knife in my back and a sweet voice:
‘Don’t move, mister, or I’ll stick it in.’
Without turning, I asked:
‘What do you want?’
‘Your eyes, mister,’ answered the soft, almost painful voice.
‘My eyes? What do you want with my eyes? Look, I’ve got some money. Not much, but it’s something. I’ll give you everything I have if you let me go. Don’t kill me.’
‘Don’t be afraid, mister. I won’t kill you. I’m only going to take your eyes.’
‘But why do you want my eyes?’ I asked again.
‘My girlfriend has this whim. She wants a bouquet of blue eyes. And around here they’re hard to find.’
‘My eyes won’t help you. They’re brown, not blue.’
‘Don’t try to fool me, mister. I know very well that yours are blue.’
‘Don’t take the eyes of a fellow-man. I’ll give you something else.’
‘Don’t play saint with me,’ he said harshly. ‘Turn around.’
I turned. He was small and fragile. His palm sombrero covered half his face. In his right hand he held a country machete which shone in the moonlight.
‘Let me see your face.’ I struck a match and put it close to my face. The brightness made me squint. He opened my eyelids with a firm hand. He couldn’t see very well. Standing
on tiptoe, he stared at me intensely. The flame burned my finger. I dropped it. A silent moment passed.
‘Are you convinced now? They’re not blue.’
‘Pretty clever, aren’t you?’ he answered. ‘Let's see.
Light another one.’
I struck another match, and put it near my eyes.
Grabbing my sleeve, he ordered:
‘Kneel down.’ I knelt. With one hand he grabbed me by the hair, pulling my head back. He bent over me, curious and tense, while his machete slowly dropped until it grazed my eyelids. I closed my eyes.
‘Keep them open,’ he ordered. I opened my eyes. The flame burned my lashes. All of a sudden he let me go.
‘All right, they’re not blue. Beat it.’
He vanished. I leaned against the wall, my head in my hands. I pulled myself together. Stumbling, falling, trying to get up again. I ran for an hour through the deserted town.
When I got to the plaza, I saw the owner of the boardinghouse, still sitting in the front of the door.
I went in without saying a word.
The next day I left town.

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