Cuando dejé aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver." Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: -Este individuo echo sal al agua. El Conductor llamo al Inspector: -¿Conque usted echo substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: -¿Conque usted echo veneno al agua? El Policía en turno llamo al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamo a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?". Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro... Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambio mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.
Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no-tenia centro, sino un vació parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por que aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.
Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de loas ahogados.
Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.
Mi redentora empleo todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayo sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frió y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.
My life with the wave
When I left that sea, a wave moved ahead of the others. She was tall and light. In spite of the shouts of the others who grabbed her by her floating clothes, she clutched my arm and went off with me leaping. I didn’t want to say anything to her, because it hurt me to shame her in front of her friends. Besides, the furious stares of the elders paralyzed me.
When we got to town, I explained to her that it was impossible, that life in the city was not what she had been able to imagine with the ingenuity of a wave that had never left the sea. She watched me gravely: “No, your decision is made. You can’t go back.” I tried sweetness, hardness, irony. She cried, screamed, hugged, threatened. I had to apologize. The next day my troubles began. How could we get on the train without being seen by the conductor, the passengers, the police? Certainly the rules say nothing in respect to the transport of waves on the railroad, but this same reserve was an indication of the severity with which our act would be judged. After much thought I arrived at the station an hour before departure, took my seat, and, when no one was looking, emptied the water tank for the passengers; then, carefully, poured in my friend.
The first incident came about when the children of a nearby couple declared their noisy thirst. I stopped them and promised them refreshments and lemonade. They were at the point of accepting when another thirsty passenger approached. I was about to invite her also, but the stare of her companion stopped me. The lady took a paper cup, approached the tank, and turned the faucet. Her cup was barely half full when I leaped between the woman and my friend. She looked at me astonished. While I apologized, one of the children turned the faucet again. I closed it violently.
The lady brought the cup to her lips:“Agh, this water is salty.” The boy echoed her. Various passengers rose. The husband called the conductor: “This man put salt in the water.” The conductor called the Inspector: “So you put substances in the water?” The Inspector in turn called the police: “So you poisoned the water?” The police in turn called the Captain: “So you’re the poisoner?” The captain called three agents. The agents took me to an empty car amid the stares and whispers of the passengers. At the next station they took me off and pushed and dragged me to the jail. For days no one spoke to me, except during the long interrogations. When I explained my story no one believed me, not even the jailer, who shook his head, saying: “The case is grave, truly grave. You didn’t want to poison the children?” One day they brought me before the Magistrate. “Your case is difficult,” he repeated. I will assign you to the Penal Judge.” A year passed. Finally they judged me. As there were no victims, my sentence was light. After a short time, my day of liberty arrived. The Chief of the Prison called me in: “Well, now you’re free. You were lucky Lucky there were no victims. But don’t do it again, because the next time won’t be so short. And he stared at me with the same grave stare with which everyone watched me.
The same afternoon I took the train and after hours of uncomfortable traveling arrived in Mexico City. I took a cab home. At the door of my apartment I heard laughter and singing. I felt a pain in my chest, like the smack of a wave of surprise when surprise smacks us across the chest: my friend was there, singing and laughing as always. “How did you get back?” “Simple: in the train. Someone, after making sure that I was only salt water, poured me in the engine. It was a rough trip: soon I was a white plume of vapor, soon I fell in a fine rain on the machine. I thinned out a lot. I lost many drops.” Her presence changed my life. The house of dark corridors and dusty furniture was filled with air, with sun, with sounds and green and blue reflections, a numerous and happy populace of reverberations and echoes.
How many waves is one wave, and how it can make a beach or a rock or jetty out of a wall, a chest, a forehead that it crowns with foam! Even the abandoned corners, the abject corners of dust and debris were touched by her light hands. Everything began to laugh and everywhere shined with teeth. The sun entered the old rooms with pleasure and stayed in my house for hours, abandoning the other houses, the district, the city, the country. And some nights, very late, the scandalized stars watched it sneak from my house. Love was a game, a perpetual creation. All was beach, sand, a bed of sheets that were always fresh. If I embraced her, she swelled with pride, incredibly tall, like the liquid stalk of a poplar; and soon that thinness flowered into a fountain of white feathers, into a plume of smiles that fell over my head and back and covered me with whiteness. Or she stretched out in front of me, infinite as the horizon, until I too became horizon and silence. Full and sinuous, it enveloped me like music or some giant lips. Her present was a going and coming of caresses, of murmurs, of kisses. Entered in her waters, I was drenched to the socks and in a wink of an eye I found myself up above, at the height of vertigo, mysteriously suspended, to fall like a stone and feel myself gently deposited on the dryness, like a feather. Nothing is comparable to sleeping in those waters, to wake pounded by a thousand happy light lashes, by a thousand assaults that withdrew laughing.
But never did I reach the center of her being. Never did I touch the nakedness of pain and of death. Perhaps it does not exist in waves, that secret site that renders a woman vulnerable and mortal, that electric button where all interlocks, twitches, and straightens out to then swoon. Her sensibility, like that of women, spread in ripples, only they weren’t concentric ripples, but rather eccentric, spreading each time farther, until they touched other galaxies. To love her was to extend to remote contacts, to vibrate with far-off stars we never suspected. But her center . . . no, she had no center, just emptiness as in a whirlwind, that sucked me in and smothered me.
Stretched out side by side, we exchanged confidences, whispers, smiles, Curled up, she fell on my chest and there unfolded like a vegetation of murmurs. She sang in my ear, a little snail. She became humble and transparent, clutching my feet like a small animal, calm water. She was so clear I could read all of her thoughts. Certain nights her skin was covered with phosphorescence and to embrace her was to embrace a piece of night tattooed with fire. But she also became black and bitter. At unexpected hours she roared, moaned, twisted. Her groans woke the neighbors. Upon hearing her, the sea wind would scratch at the door of the house or rave in a loud voice on the roof. Cloudy days irritated her; she broke furniture, said bad words, covered me with insults and green and gray foam. She spit, cried, swore, prophesied. Subject to the moon, to the stars, to the influence of the light of other worlds, she changed her moods and appearance in a way that I thought fantastic, but it was as fatal as the tide.
She began to miss solitude. The house was full of snails and conches, of small sailboats that in her fury she had shipwrecked (together with the others, laden with images, that each night left my forehead and sank in her ferocious or pleasant whirlwinds). How many little treasures were lost in that time! But my boats and the silent song of the snails was not enough. I had to install in the house a colony of fish. I confess that it was not without jealousy that I watched them swimming in my friend, caressing her breasts, sleeping between her legs, adorning her hair with light flashes of color. Among all those fish there were a few particularly repulsive and ferocious ones, little tigers from the aquarium, with large fixed eyes and jagged and bloodthirsty mouths. I don’t know by what aberration my friend delighted in playing with them, shamelessly showing them a preference whose significance I preferred to ignore. She passed long hours confined with those horrible creatures.
One day I couldn’t stand it any more; I threw open the door and launched after them. Agile and ghostly they escaped my hands while she laughed and pounded me until I fell. I thought I was drowning. And when I was at the point of death, and purple, she deposited me on the bank and began to kiss me, saying I don’t know what things. I felt very weak, fatigued, and humiliated. And at the same time her voluptuousness made me close my eyes, because her voice was sweet and she spoke to me of the delicious death of the drowned.
When I recovered, I began to fear and hate her. I had neglected my affairs. Now I began to visit friends and renew old and dear relations. I met an old girlfriend. Making her swear to keep my secret, I told her of my life with the wave. Nothing moves women so much as the possibility of saving a man.
My redeemer employed all of her arts, but what could a woman, master of a limited number of souls and bodies, do in front of my friend who was always changing—and always identical to herself in her incessant metamorphoses. Winter came. The sky turned gray. Fog fell on the city Frozen drizzle rained. My friend cried every night. During the day she isolated herself, quiet and sinister, stuttering a single syllable, like an old woman who grumbles in a corner. She became cold; to sleep with her was to shiver all night and to feel freeze, little by little, the blood, the bones, the thoughts. She turned deep, impenetrable, restless. I left frequently and my absences were each time more prolonged. She, in her corner howled loudly with teeth like steel and a corrosive tongue she gnawed the walls, crumbled them. She passed the nights in mourning, reproaching me. She had nightmares, deliriums of the sun, of warm beaches. She dreamt of the pole and of changing into a great block of ice, sailing beneath black skies in nights long as months. She insulted me. She cursed and laughed; filled the house with guffaws and phantoms. She called up the monsters of the depths, blind ones, quick ones, blunt. Charged with electricity she carbonized all she touched; full of acid, she dissolved whatever she brushed against. Her sweet embraces became knotty cords that strangled me. And her body, greenish and elastic, was an implacable whip that lashed, lashed, lashed.
I fled. The horrible fish laughed with ferocious smiles. There in the mountains, among the tall pines and precipices, I breathed the cold thin air like a thought of liberty. At the end of a month I returned. I had decided. It had been so cold that over the marble of the chimney, next to the extinct fire, I found a statue of ice. I was unmoved by her weary beauty I put her in a big canvas sack and went out to the streets with the sleeper on my shoulders. In a restaurant in the outskirts I sold her to a waiter friend who immediately, began to chop her into little pieces, which he carefully deposited in the buckets where bottles are chilled.
Translated by Eliot Weinberger
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