Visión del escribente
Y llenar todas estas hojas en blanco que me faltan con la misma, monótona pregunta: ¿a qué horas se acaban las horas? Y las antesalas, los memoriales, las intrigas, las gestiones ante el Portero, el Oficial en Turno, el Secretario, el Adjunto, el Sustituto. Vislumbrar de lejos al Influyente y enviar cada año mi tarjeta para recordar – ¿a quién? – que en algún rincón, decidido, firme, insistente, aunque no muy seguro de mi existencia, yo también aguardo la llegada de mi hora, yo también existo. No, abandono mi puesto.
Sí, ya sé, podría sentarme en una idea, en una costumbre, en una obstinación. O tenderme sobre las ascuas de un dolor o una esperanza cualquiera y allí aguardar, sin hacer mucho ruido. Cierto, no me va mal: como, bebo, duermo, fornico, guardo las fiestas de guardar y en el verano voy a la playa. Las gentes me quieren y yo las quiero. Llevo con ligereza mi condición: las enfermedades, el insomnio, las pesadillas, los ratos de expansión, la idea de la muerte, el gusanito que escarba el corazón o el hígado (el gusanito que deposita sus huevecillos en el cerebro y perfora en la noche el sueño más espeso), el mañana a expensas del hoy - el hoy que nunca llega a tiempo, que pierde siempre sus apuestas -. No: renuncio a la tarjeta de racionamiento, a la cédula de identidad, al certificado de supervivencia, a la ficha de filación, al pasaporte, al número clave, a la contraseña, a la credencial, al salvoconducto, a la insignia, al tatuaje y al herraje.
Frente a mí se extiende el mundo, el vasto mundo de los grandes, pequeños y medianos. Universo de reyes y presidentes y carceleros, de mandarines y parias y libertadores y libertos, de jueces y testigos y condenados: estrellas de primera, segunda, tercera y n magnitudes, planetas, cometas, cuerpos errantes y excéntricos o rutinarios y domesticados por las leyes de la gravedad, las sutiles leyes de la caída, todos llevando el compás, todos girando, despacio o velozmente, alrededor de una ausencia. En donde dijeron que estaba el sol central, el ser solar, el haz caliente hecho de todas las miradas humanas, no hay sino un hoyo y menos que un hoyo: el ojo de pez muerto, la oquedad vertiginosa del ojo que cae en sí mismo y se mira sin mirarse. Y no hay nada con que rellenar el hueco centro del torbellino. Se rompieron los resortes, los fundamentos se desplomaron, los lazos visibles o invisibles que unían una estrella a otra, un cuerpo a otro, un hombre a otro, no son sino un enredijo de alambres y pinchos, una maraña de garras y dientes que nos retuercen y mastican y escupen y nos vuelven a masticar. Nadie se ahorca con la cuerda de una ley física. Las ecuaciones caen incansablemente en sí mismas.
Y en cuanto al quehacer de ahora y al qué hacer con el ahora: no pertenezco a los señores. No me lavo las manos, pero no soy juez, ni testigo de cargo, ni ejecutor. Ni torturo, ni interrogo, ni sufro el interrogatorio. No pido a voces mi condena, ni quiero salvarme, ni salvar a nadie. Y por todo lo que no hago, y por todo lo que nos hacen, ni pido perdón ni perdono. Su piedad es tan abyecta como su justicia. ¿Soy inocente? Soy culpable. ¿Soy culpable ? Soy inocente. (Soy inocente cuando soy culpable, culpable cuando soy inocente. Soy culpable cuando ... pero eso es otra canción. ¿Otra canción? Todo es la misma canción.) Culpable inocente, inocente culpable, la verdad es que abandono mi puesto.
Recuerdo mis amores, mis pláticas, mis amistades. Lo recuerdo todo, lo veo todo, veo a todos. Con melancolía, pero sin nostalgia. Y sobre todo, sin esperanza. Ya sé que es inmortal y que, si somos algo, somos esperanza de algo. A mí ya me gastó la espera. Abandono el no obstante, el aún, el a pesar de todo, las moratorias, las disculpas y los exculpantes. Conozco el mecanismo de las trampas de la moral y el poder adormecedor de ciertas palabras. He perdido la fe en todas estas construcciones de piedra, ideas, cifras. Cedo mi puesto. Yo ya no defiendo esta torre cuarteada. Y, en silencio, espero el acontecimiento.
Soplará un vientecillo apenas helado. Los periódicos hablarán de una onda fría. Las gentes se alzarán de hombros y continuarán la vida de siempre. Los primeros muertos apenas hincharán un poco más la cifra cotidiana y nadie en los servicios de estadística advertirá ese cero de más. Pero al cabo del tiempo todos empezarán a mirarse y preguntarse: ¿qué pasa? Porque durante meses van a temblar puertas y ventanas, van a crujir muebles y árboles. Durante años habrá tembladera de huesos y entrechocar de dientes, escalofrío y carne de gallina. Durante años aullarán las chimeneas, los profetas y los jefes. La niebla que cabecea en los estanques podridos vendrá a pasearse a la cuidad. Y al mediodía, bajo el sol equívoco, el vientecillo arrastrará el olor de la sangre seca de un matadero abandonado ya hasta por las moscas.
Inútil salir o quedarse en casa. Inútil levantar murallas contra el impalpable. Una boca apagará todos los fuegos, una duda arrancará de cuajo todas las decisiones. Eso va a estar en todas partes, sin estar en ninguna. Empañará todos los espejos. Atravesando paredes y convicciones, vestiduras y almas bien templadas, se instalará en la médula de cada uno. Entre cuerpo y cuerpo, silbante; entre alma y alma, agazapado. Y todas las heridas se abrirán, porque con manos expertas y delicadas, aunque un poco frías, irritará llagas y pústulas, reventará granos e hinchazones, escarbará en las viejas heridas mal cicatrizadas. ¡Oh fuente de la sangre, inagotable siempre! La vida será un cuchillo, una hoja gris y ágil y tajante y exacta y arbitraria que cae y rasga y separa. ¡Hendir, desgarrar, descuartizar, verbos que vienen ya a grandes pasos contra nosotros!
No es la espada lo que brilla en la confusión de lo que viene. No es el sable, sino el miedo y el látigo. Hablo de lo que ya está entre nosotros. En todas partes hay temblor y cuchicheo, susurro y medias palabras. En todas partes sopla el vientecillo, la leve brisa que provoca la inmensa Fusta cada vez que se desenrolla en el aire. Y muchos ya llevan en la carne la insignia morada. El vientecillo se levanta de las praderas del pasado y se acerca trotando a nuestro tiempo.
The clerk's vision
And to fill all these white pages that are left for me with the same monotonous question: at what hour do the hours end? And the anterooms, the memorials, the intrigues, the negotiations with the Janitor, the Rotating Chairman, the Secretary, the Associate, the Delegate. To glimpse the Influential from afar and to send my card each year to remind – who? – that in some corner, devoted, steady, plodding, although not very sure of my existence, I too await the coming of my hour, I too exist. No. I quit.
Yes, I know, I could settle down in an idea, in a custom, in an obsession. Or stretch out on the coals of a pain or some hope and wait there, not making much noise. Of course it's not so bad: I eat, drink, sleep, make love, observe the marked holidays and go to the beach in summer. People like me and I like them. I take my condition lightly: sickness, insomnia, nightmares, social gatherings, the idea of death, the little worm that burrows into the heart or the liver (the little worm that leaves its eggs in the brain and at night pierces the deepest sleep), the future at the expense of today – the today that never comes on time, that always loses its bets. No. I renounce my ration card, my I.D., my birth certificate, voter's registration, passport, code number, countersign, credentials, safe conduct pass, insignia, tattoo, brand.
The world stretches out before me, the vast world of the big, the little, and the medium. Universe of kings and presidents and jailors, of mandarins and pariahs and liberators and liberated, of judges and witnesses and the condemned: stars of the first, second, third and nth magnitudes, planets, comets, bodies errant and eccentric or routine and domesticated by the laws of gravity, the subtle laws of falling, all keeping step, all turning slowly or rapidly around a void. Where they claim the central sun lies, the solar being, the hot beam made out of every human gaze, there is nothing but a hole and less than a hole: the eye of a dead fish, the giddy cavity of the eye that falls into itself and looks at itself without seeing. There is nothing with which to fill the hollow center of the whirlwind. The springs are smashed, the foundations collapsed, the visible or invisible bonds that joined one star to another, one body to another, one man to another, are nothing but a tangle of wires and thorns, a jungle of claws and teeth that twist us and chew us and spit us out and chew us again. No one hangs himself by the rope of a physical law. The equations fall tirelessly into themselves.
And in regard to the present matter, if the present matters: I do not belong to the masters. I don't wash my hands of it, but I am not a judge, nor a witness for the prosecution, nor an executioner. I do not torture, interrogate, or suffer interrogation. I do not loudly plead for leniency, nor wish to save myself or anyone else. And for all that I don't do and for all that they do to us, I neither ask forgiveness nor forgive. Their piety is as abject as their justice. Am I innocent? I'm guilty. Am I guilty? I'm innocent. (I'm innocent when I'm guilty, guilty when I'm innocent. I'm guilty when ... but that is another song. Another song? It's all the same song.) Guilty innocent, innocent guilty, the fact is I quit.
I remember my loves, my conversation, my friendships. I remember it all, see it all, see them all. With melancholy, but without nostalgia. And above all, without hope. I know that it is immortal, and that, if we are anything, we are the hope of something. For me, expectation has spent itself. I quit the nevertheless, the even, the in spite of everything, the moratoriums, the excuses and forgiving. I know the mechanism of the trap of morality and the drowsiness of certain words. I have lost faith in all those constructions of stone, ideas, ciphers. I quit. I no longer defend this broken tower. And, in silence, I await the event.
A light breeze, slightly chilly, will start to blow. The newspapers will talk of a cold wave. The people will shrug their shoulders and continue life as always. The first deaths will barely swell the daily count, and no one in the statistics bureau will notice that extra zero. But after a while everyone will begin to look at each other and ask: what's happening? Because for months doors and windows are going to rattle, furniture and trees will creak. For years there will be a shivering in the bones and a chattering of teeth, chills and goose bumps. For years the chimneys, prophets, and chiefs will howl. The mist that hangs over stagnant ponds will drift into the city. And at noon beneath the equivocal sun, the breeze will drag the smell of dry blood from a slaughterhouse abandoned even by flies.
No use going out or staying at home. No use erecting walls against the impalpable. A mouth will extinguish all the fires, a doubt will root up all the decisions. It will be everywhere without being anywhere. It will blur all the. mirrors. Penetrating walls and convictions, vestments and well-tempered souls, it will install itself in the marrow of everyone. Whistling between body and body, crouching between soul and soul. And all the wounds will open because, with expert and delicate, although somewhat cold, hands, it will irritate sores and pimples, will burst pustules and swellings and dig into the old, badly healed wounds. Oh fountain of blood, forever inexhaustible! Life will be a knife, a gray and agile and cutting and exact and arbitrary blade that falls and slashes and divides. To crack, to claw, to quarter, the verbs that move with giant steps against us!
It is not the sword that shines in the confusion of what will be. It is not the saber, but fear and the whip. I speak of what is already among us. Everywhere there are trembling and whispers, insinuations and murmurs. Everywhere the light wind blows, the breeze that provokes the immense Whiplash each time it unwinds in the air. Already many carry the purple insignia in their flesh. The light wind rises from the meadows of the past, and hurries closer to our time. Translated by Eliot WeinbergerEtiquetas: Octavio Paz |