Rima LXXIII. Cerraron sus ojos...
Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos, taparon su cara con un blanco lienzo, y unos sollozando, otros en silencio, de la triste alcoba todos se salieron. La luz que en un vaso ardía en el suelo, al muro arrojaba la sombra del lecho, y entre aquella sombra veíase a intérvalos dibujarse rígida la forma del cuerpo.
Despertaba el día y a su albor primero con sus mil ruidos despertaba el pueblo. Ante aquel contraste de vida y misterio, de luz y tinieblas, yo pensé un momento: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”
De la casa, en hombros, lleváronla al templo, y en una capilla dejaron el féretro. Allí rodearon sus pálidos restos de amarillas velas y de paños negros.
Al dar de las ánimas el toque postrero, acabó una vieja sus últimos rezos, cruzó la ancha nave, las puertas gimieron y el santo recinto quedóse desierto.
De un reloj se oía compasado el péndulo y de algunos cirios el chisporroteo. Tan medroso y triste, tan oscuro y yerto todo se encontraba que pensé un momento: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”
De la alta campana la lengua de hierro le dio volteando su adiós lastimero. El luto en las ropas, amigos y deudos cruzaron en fila, formando el cortejo.
Del último asilo, oscuro y estrecho, abrió la piqueta el nicho a un extremo; allí la acostaron, tapiáronla luego, y con un saludo despidióse el duelo.
La piqueta al hombro el sepulturero, cantando entre dientes, se perdió a lo lejos. La noche se entraba, el sol se había puesto: perdido en las sombras yo pensé un momento: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”
En las largas noches del helado invierno, cuando las maderas crujir hace el viento y azota los vidrios el fuerte aguacero, de la pobre niña a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia con un son eterno; allí la combate el soplo del cierzo. Del húmedo muro tendida en el hueco, ¡acaso de frío se hielan los huesos...!
¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es, sin espíritu, podredumbre y cieno? ¡No sé; pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y duelo, a dejar tan tristes, tan solos los muertos.
Rhyme LXXIII. They closed her eyes...
They closed her eyes which were still open, covered her face with white linen, and some sobbing, the others silent, all abandoned the sad alcove. The light that burned in glass on the floor, cast on the wall the shadow of the bed, and in that shadow one could see at intervals rigidly outlined the shape of the corpse.
The day awoke and to that first dawn with its thousand noises the town awoke. Before that contrast of life and mystery, of light and darkness, I thought for a moment: "My god, how alone we leave our dead!"
From the house she was borne on shoulders to the church, and the coffin left in a chapel thereof. Her pallid rest surrounded there by yellow candles and by black cloth.
At the last ring of the sunset bells, an old woman finished her final prayers, crossed the wide nave, the door groaned and the holy place was left deserted.
I heard the measured pendulum of a clock and the sputtering of some wax tapers. So fearful and sad, so dark and stiff I found everything that I thought for a moment: "My god, how alone we leave our dead!"
The iron tongue of the lofty bell pealing gave her its pathetic farewell. The attendees in dark clothes, friends and relatives passed in line, forming the procession.
The pickaxe opened a recess in the end, dark and confining, of the ultimate asylum; there they laid her, and immmediately walled her in, and with a bow the mourners departed.
Pickaxe on his shoulder, the gravedigger, singing between his teeth, was lost in the distance. The night entered, the sun had set: lost in the shadows I thought for a moment: "My god, how alone we leave our dead!"
In the long night of frozen winter, when the woods rustle with the wind and the heavy rains flog the windows, I sometimes think of that poor woman.
There the rains fall on her with an eternal sound; there she struggles with the north wind's gusts; the wet wall lying flat in a hollow, perhaps of cold her bones will freeze...!
Does dust return to dust? Does the soul soar to the sky? Is everything, without spirit, putrefaction and mud? I don't know; but there is something I cannot explain, that instilled in me both repugnance and sorrow, so sad to leave, so alone the dead
Translated by H. LandmanEtiquetas: Gustavo Adolfo Bécquer |