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Poemas en Inglés es un blog que pretende acercar poemas de lengua inglesa al castellano |
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"Por principio, toda traducción es buena. En cualquier caso, pasa con ellas lo que con las mujeres: de alguna manera son necesarias, aunque no todas son perfectas" Augusto Monterroso -La palabra mágica-
"Es imposible traducir la poesía. ¿Acaso se puede traducir la música?" Voltaire
"Translating poetry is like making jewelry. Every word counts, and each sparkles with so many facets. Translating prose is like sculpting: get the shape and the lines right, then polish the seams later." James Nolan
"La traducción destroza el espíritu del idioma" Federico García Lorca |
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Octavio Paz -My life with the wave- |
miércoles, 18 de agosto de 2004 |
Mi vida con la ola
Cuando dejé aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver." Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: -Este individuo echo sal al agua. El Conductor llamo al Inspector: -¿Conque usted echo substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: -¿Conque usted echo veneno al agua? El Policía en turno llamo al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamo a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?". Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro... Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambio mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.
Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no-tenia centro, sino un vació parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por que aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.
Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de loas ahogados.
Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.
Mi redentora empleo todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayo sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frió y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.
My life with the wave
When I left that sea, a wave moved ahead of the others. She was tall and light. In spite of the shouts of the others who grabbed her by her floating clothes, she clutched my arm and went off with me leaping. I didn’t want to say anything to her, because it hurt me to shame her in front of her friends. Besides, the furious stares of the elders paralyzed me.
When we got to town, I explained to her that it was impossible, that life in the city was not what she had been able to imagine with the ingenuity of a wave that had never left the sea. She watched me gravely: “No, your decision is made. You can’t go back.” I tried sweetness, hardness, irony. She cried, screamed, hugged, threatened. I had to apologize. The next day my troubles began. How could we get on the train without being seen by the conductor, the passengers, the police? Certainly the rules say nothing in respect to the transport of waves on the railroad, but this same reserve was an indication of the severity with which our act would be judged. After much thought I arrived at the station an hour before departure, took my seat, and, when no one was looking, emptied the water tank for the passengers; then, carefully, poured in my friend.
The first incident came about when the children of a nearby couple declared their noisy thirst. I stopped them and promised them refreshments and lemonade. They were at the point of accepting when another thirsty passenger approached. I was about to invite her also, but the stare of her companion stopped me. The lady took a paper cup, approached the tank, and turned the faucet. Her cup was barely half full when I leaped between the woman and my friend. She looked at me astonished. While I apologized, one of the children turned the faucet again. I closed it violently.
The lady brought the cup to her lips:“Agh, this water is salty.” The boy echoed her. Various passengers rose. The husband called the conductor: “This man put salt in the water.” The conductor called the Inspector: “So you put substances in the water?” The Inspector in turn called the police: “So you poisoned the water?” The police in turn called the Captain: “So you’re the poisoner?” The captain called three agents. The agents took me to an empty car amid the stares and whispers of the passengers. At the next station they took me off and pushed and dragged me to the jail. For days no one spoke to me, except during the long interrogations. When I explained my story no one believed me, not even the jailer, who shook his head, saying: “The case is grave, truly grave. You didn’t want to poison the children?” One day they brought me before the Magistrate. “Your case is difficult,” he repeated. I will assign you to the Penal Judge.” A year passed. Finally they judged me. As there were no victims, my sentence was light. After a short time, my day of liberty arrived. The Chief of the Prison called me in: “Well, now you’re free. You were lucky Lucky there were no victims. But don’t do it again, because the next time won’t be so short. And he stared at me with the same grave stare with which everyone watched me.
The same afternoon I took the train and after hours of uncomfortable traveling arrived in Mexico City. I took a cab home. At the door of my apartment I heard laughter and singing. I felt a pain in my chest, like the smack of a wave of surprise when surprise smacks us across the chest: my friend was there, singing and laughing as always. “How did you get back?” “Simple: in the train. Someone, after making sure that I was only salt water, poured me in the engine. It was a rough trip: soon I was a white plume of vapor, soon I fell in a fine rain on the machine. I thinned out a lot. I lost many drops.” Her presence changed my life. The house of dark corridors and dusty furniture was filled with air, with sun, with sounds and green and blue reflections, a numerous and happy populace of reverberations and echoes.
How many waves is one wave, and how it can make a beach or a rock or jetty out of a wall, a chest, a forehead that it crowns with foam! Even the abandoned corners, the abject corners of dust and debris were touched by her light hands. Everything began to laugh and everywhere shined with teeth. The sun entered the old rooms with pleasure and stayed in my house for hours, abandoning the other houses, the district, the city, the country. And some nights, very late, the scandalized stars watched it sneak from my house. Love was a game, a perpetual creation. All was beach, sand, a bed of sheets that were always fresh. If I embraced her, she swelled with pride, incredibly tall, like the liquid stalk of a poplar; and soon that thinness flowered into a fountain of white feathers, into a plume of smiles that fell over my head and back and covered me with whiteness. Or she stretched out in front of me, infinite as the horizon, until I too became horizon and silence. Full and sinuous, it enveloped me like music or some giant lips. Her present was a going and coming of caresses, of murmurs, of kisses. Entered in her waters, I was drenched to the socks and in a wink of an eye I found myself up above, at the height of vertigo, mysteriously suspended, to fall like a stone and feel myself gently deposited on the dryness, like a feather. Nothing is comparable to sleeping in those waters, to wake pounded by a thousand happy light lashes, by a thousand assaults that withdrew laughing.
But never did I reach the center of her being. Never did I touch the nakedness of pain and of death. Perhaps it does not exist in waves, that secret site that renders a woman vulnerable and mortal, that electric button where all interlocks, twitches, and straightens out to then swoon. Her sensibility, like that of women, spread in ripples, only they weren’t concentric ripples, but rather eccentric, spreading each time farther, until they touched other galaxies. To love her was to extend to remote contacts, to vibrate with far-off stars we never suspected. But her center . . . no, she had no center, just emptiness as in a whirlwind, that sucked me in and smothered me.
Stretched out side by side, we exchanged confidences, whispers, smiles, Curled up, she fell on my chest and there unfolded like a vegetation of murmurs. She sang in my ear, a little snail. She became humble and transparent, clutching my feet like a small animal, calm water. She was so clear I could read all of her thoughts. Certain nights her skin was covered with phosphorescence and to embrace her was to embrace a piece of night tattooed with fire. But she also became black and bitter. At unexpected hours she roared, moaned, twisted. Her groans woke the neighbors. Upon hearing her, the sea wind would scratch at the door of the house or rave in a loud voice on the roof. Cloudy days irritated her; she broke furniture, said bad words, covered me with insults and green and gray foam. She spit, cried, swore, prophesied. Subject to the moon, to the stars, to the influence of the light of other worlds, she changed her moods and appearance in a way that I thought fantastic, but it was as fatal as the tide.
She began to miss solitude. The house was full of snails and conches, of small sailboats that in her fury she had shipwrecked (together with the others, laden with images, that each night left my forehead and sank in her ferocious or pleasant whirlwinds). How many little treasures were lost in that time! But my boats and the silent song of the snails was not enough. I had to install in the house a colony of fish. I confess that it was not without jealousy that I watched them swimming in my friend, caressing her breasts, sleeping between her legs, adorning her hair with light flashes of color. Among all those fish there were a few particularly repulsive and ferocious ones, little tigers from the aquarium, with large fixed eyes and jagged and bloodthirsty mouths. I don’t know by what aberration my friend delighted in playing with them, shamelessly showing them a preference whose significance I preferred to ignore. She passed long hours confined with those horrible creatures.
One day I couldn’t stand it any more; I threw open the door and launched after them. Agile and ghostly they escaped my hands while she laughed and pounded me until I fell. I thought I was drowning. And when I was at the point of death, and purple, she deposited me on the bank and began to kiss me, saying I don’t know what things. I felt very weak, fatigued, and humiliated. And at the same time her voluptuousness made me close my eyes, because her voice was sweet and she spoke to me of the delicious death of the drowned.
When I recovered, I began to fear and hate her. I had neglected my affairs. Now I began to visit friends and renew old and dear relations. I met an old girlfriend. Making her swear to keep my secret, I told her of my life with the wave. Nothing moves women so much as the possibility of saving a man.
My redeemer employed all of her arts, but what could a woman, master of a limited number of souls and bodies, do in front of my friend who was always changing—and always identical to herself in her incessant metamorphoses. Winter came. The sky turned gray. Fog fell on the city Frozen drizzle rained. My friend cried every night. During the day she isolated herself, quiet and sinister, stuttering a single syllable, like an old woman who grumbles in a corner. She became cold; to sleep with her was to shiver all night and to feel freeze, little by little, the blood, the bones, the thoughts. She turned deep, impenetrable, restless. I left frequently and my absences were each time more prolonged. She, in her corner howled loudly with teeth like steel and a corrosive tongue she gnawed the walls, crumbled them. She passed the nights in mourning, reproaching me. She had nightmares, deliriums of the sun, of warm beaches. She dreamt of the pole and of changing into a great block of ice, sailing beneath black skies in nights long as months. She insulted me. She cursed and laughed; filled the house with guffaws and phantoms. She called up the monsters of the depths, blind ones, quick ones, blunt. Charged with electricity she carbonized all she touched; full of acid, she dissolved whatever she brushed against. Her sweet embraces became knotty cords that strangled me. And her body, greenish and elastic, was an implacable whip that lashed, lashed, lashed.
I fled. The horrible fish laughed with ferocious smiles. There in the mountains, among the tall pines and precipices, I breathed the cold thin air like a thought of liberty. At the end of a month I returned. I had decided. It had been so cold that over the marble of the chimney, next to the extinct fire, I found a statue of ice. I was unmoved by her weary beauty I put her in a big canvas sack and went out to the streets with the sleeper on my shoulders. In a restaurant in the outskirts I sold her to a waiter friend who immediately, began to chop her into little pieces, which he carefully deposited in the buckets where bottles are chilled. Translated by Eliot WeinbergerEtiquetas: Octavio Paz |
posted by Bishop @ 11:00 |
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Octavio Paz -Visión del escribiente- |
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Visión del escribente
Y llenar todas estas hojas en blanco que me faltan con la misma, monótona pregunta: ¿a qué horas se acaban las horas? Y las antesalas, los memoriales, las intrigas, las gestiones ante el Portero, el Oficial en Turno, el Secretario, el Adjunto, el Sustituto. Vislumbrar de lejos al Influyente y enviar cada año mi tarjeta para recordar – ¿a quién? – que en algún rincón, decidido, firme, insistente, aunque no muy seguro de mi existencia, yo también aguardo la llegada de mi hora, yo también existo. No, abandono mi puesto.
Sí, ya sé, podría sentarme en una idea, en una costumbre, en una obstinación. O tenderme sobre las ascuas de un dolor o una esperanza cualquiera y allí aguardar, sin hacer mucho ruido. Cierto, no me va mal: como, bebo, duermo, fornico, guardo las fiestas de guardar y en el verano voy a la playa. Las gentes me quieren y yo las quiero. Llevo con ligereza mi condición: las enfermedades, el insomnio, las pesadillas, los ratos de expansión, la idea de la muerte, el gusanito que escarba el corazón o el hígado (el gusanito que deposita sus huevecillos en el cerebro y perfora en la noche el sueño más espeso), el mañana a expensas del hoy - el hoy que nunca llega a tiempo, que pierde siempre sus apuestas -. No: renuncio a la tarjeta de racionamiento, a la cédula de identidad, al certificado de supervivencia, a la ficha de filación, al pasaporte, al número clave, a la contraseña, a la credencial, al salvoconducto, a la insignia, al tatuaje y al herraje.
Frente a mí se extiende el mundo, el vasto mundo de los grandes, pequeños y medianos. Universo de reyes y presidentes y carceleros, de mandarines y parias y libertadores y libertos, de jueces y testigos y condenados: estrellas de primera, segunda, tercera y n magnitudes, planetas, cometas, cuerpos errantes y excéntricos o rutinarios y domesticados por las leyes de la gravedad, las sutiles leyes de la caída, todos llevando el compás, todos girando, despacio o velozmente, alrededor de una ausencia. En donde dijeron que estaba el sol central, el ser solar, el haz caliente hecho de todas las miradas humanas, no hay sino un hoyo y menos que un hoyo: el ojo de pez muerto, la oquedad vertiginosa del ojo que cae en sí mismo y se mira sin mirarse. Y no hay nada con que rellenar el hueco centro del torbellino. Se rompieron los resortes, los fundamentos se desplomaron, los lazos visibles o invisibles que unían una estrella a otra, un cuerpo a otro, un hombre a otro, no son sino un enredijo de alambres y pinchos, una maraña de garras y dientes que nos retuercen y mastican y escupen y nos vuelven a masticar. Nadie se ahorca con la cuerda de una ley física. Las ecuaciones caen incansablemente en sí mismas.
Y en cuanto al quehacer de ahora y al qué hacer con el ahora: no pertenezco a los señores. No me lavo las manos, pero no soy juez, ni testigo de cargo, ni ejecutor. Ni torturo, ni interrogo, ni sufro el interrogatorio. No pido a voces mi condena, ni quiero salvarme, ni salvar a nadie. Y por todo lo que no hago, y por todo lo que nos hacen, ni pido perdón ni perdono. Su piedad es tan abyecta como su justicia. ¿Soy inocente? Soy culpable. ¿Soy culpable ? Soy inocente. (Soy inocente cuando soy culpable, culpable cuando soy inocente. Soy culpable cuando ... pero eso es otra canción. ¿Otra canción? Todo es la misma canción.) Culpable inocente, inocente culpable, la verdad es que abandono mi puesto.
Recuerdo mis amores, mis pláticas, mis amistades. Lo recuerdo todo, lo veo todo, veo a todos. Con melancolía, pero sin nostalgia. Y sobre todo, sin esperanza. Ya sé que es inmortal y que, si somos algo, somos esperanza de algo. A mí ya me gastó la espera. Abandono el no obstante, el aún, el a pesar de todo, las moratorias, las disculpas y los exculpantes. Conozco el mecanismo de las trampas de la moral y el poder adormecedor de ciertas palabras. He perdido la fe en todas estas construcciones de piedra, ideas, cifras. Cedo mi puesto. Yo ya no defiendo esta torre cuarteada. Y, en silencio, espero el acontecimiento.
Soplará un vientecillo apenas helado. Los periódicos hablarán de una onda fría. Las gentes se alzarán de hombros y continuarán la vida de siempre. Los primeros muertos apenas hincharán un poco más la cifra cotidiana y nadie en los servicios de estadística advertirá ese cero de más. Pero al cabo del tiempo todos empezarán a mirarse y preguntarse: ¿qué pasa? Porque durante meses van a temblar puertas y ventanas, van a crujir muebles y árboles. Durante años habrá tembladera de huesos y entrechocar de dientes, escalofrío y carne de gallina. Durante años aullarán las chimeneas, los profetas y los jefes. La niebla que cabecea en los estanques podridos vendrá a pasearse a la cuidad. Y al mediodía, bajo el sol equívoco, el vientecillo arrastrará el olor de la sangre seca de un matadero abandonado ya hasta por las moscas.
Inútil salir o quedarse en casa. Inútil levantar murallas contra el impalpable. Una boca apagará todos los fuegos, una duda arrancará de cuajo todas las decisiones. Eso va a estar en todas partes, sin estar en ninguna. Empañará todos los espejos. Atravesando paredes y convicciones, vestiduras y almas bien templadas, se instalará en la médula de cada uno. Entre cuerpo y cuerpo, silbante; entre alma y alma, agazapado. Y todas las heridas se abrirán, porque con manos expertas y delicadas, aunque un poco frías, irritará llagas y pústulas, reventará granos e hinchazones, escarbará en las viejas heridas mal cicatrizadas. ¡Oh fuente de la sangre, inagotable siempre! La vida será un cuchillo, una hoja gris y ágil y tajante y exacta y arbitraria que cae y rasga y separa. ¡Hendir, desgarrar, descuartizar, verbos que vienen ya a grandes pasos contra nosotros!
No es la espada lo que brilla en la confusión de lo que viene. No es el sable, sino el miedo y el látigo. Hablo de lo que ya está entre nosotros. En todas partes hay temblor y cuchicheo, susurro y medias palabras. En todas partes sopla el vientecillo, la leve brisa que provoca la inmensa Fusta cada vez que se desenrolla en el aire. Y muchos ya llevan en la carne la insignia morada. El vientecillo se levanta de las praderas del pasado y se acerca trotando a nuestro tiempo.
The clerk's vision
And to fill all these white pages that are left for me with the same monotonous question: at what hour do the hours end? And the anterooms, the memorials, the intrigues, the negotiations with the Janitor, the Rotating Chairman, the Secretary, the Associate, the Delegate. To glimpse the Influential from afar and to send my card each year to remind – who? – that in some corner, devoted, steady, plodding, although not very sure of my existence, I too await the coming of my hour, I too exist. No. I quit.
Yes, I know, I could settle down in an idea, in a custom, in an obsession. Or stretch out on the coals of a pain or some hope and wait there, not making much noise. Of course it's not so bad: I eat, drink, sleep, make love, observe the marked holidays and go to the beach in summer. People like me and I like them. I take my condition lightly: sickness, insomnia, nightmares, social gatherings, the idea of death, the little worm that burrows into the heart or the liver (the little worm that leaves its eggs in the brain and at night pierces the deepest sleep), the future at the expense of today – the today that never comes on time, that always loses its bets. No. I renounce my ration card, my I.D., my birth certificate, voter's registration, passport, code number, countersign, credentials, safe conduct pass, insignia, tattoo, brand.
The world stretches out before me, the vast world of the big, the little, and the medium. Universe of kings and presidents and jailors, of mandarins and pariahs and liberators and liberated, of judges and witnesses and the condemned: stars of the first, second, third and nth magnitudes, planets, comets, bodies errant and eccentric or routine and domesticated by the laws of gravity, the subtle laws of falling, all keeping step, all turning slowly or rapidly around a void. Where they claim the central sun lies, the solar being, the hot beam made out of every human gaze, there is nothing but a hole and less than a hole: the eye of a dead fish, the giddy cavity of the eye that falls into itself and looks at itself without seeing. There is nothing with which to fill the hollow center of the whirlwind. The springs are smashed, the foundations collapsed, the visible or invisible bonds that joined one star to another, one body to another, one man to another, are nothing but a tangle of wires and thorns, a jungle of claws and teeth that twist us and chew us and spit us out and chew us again. No one hangs himself by the rope of a physical law. The equations fall tirelessly into themselves.
And in regard to the present matter, if the present matters: I do not belong to the masters. I don't wash my hands of it, but I am not a judge, nor a witness for the prosecution, nor an executioner. I do not torture, interrogate, or suffer interrogation. I do not loudly plead for leniency, nor wish to save myself or anyone else. And for all that I don't do and for all that they do to us, I neither ask forgiveness nor forgive. Their piety is as abject as their justice. Am I innocent? I'm guilty. Am I guilty? I'm innocent. (I'm innocent when I'm guilty, guilty when I'm innocent. I'm guilty when ... but that is another song. Another song? It's all the same song.) Guilty innocent, innocent guilty, the fact is I quit.
I remember my loves, my conversation, my friendships. I remember it all, see it all, see them all. With melancholy, but without nostalgia. And above all, without hope. I know that it is immortal, and that, if we are anything, we are the hope of something. For me, expectation has spent itself. I quit the nevertheless, the even, the in spite of everything, the moratoriums, the excuses and forgiving. I know the mechanism of the trap of morality and the drowsiness of certain words. I have lost faith in all those constructions of stone, ideas, ciphers. I quit. I no longer defend this broken tower. And, in silence, I await the event.
A light breeze, slightly chilly, will start to blow. The newspapers will talk of a cold wave. The people will shrug their shoulders and continue life as always. The first deaths will barely swell the daily count, and no one in the statistics bureau will notice that extra zero. But after a while everyone will begin to look at each other and ask: what's happening? Because for months doors and windows are going to rattle, furniture and trees will creak. For years there will be a shivering in the bones and a chattering of teeth, chills and goose bumps. For years the chimneys, prophets, and chiefs will howl. The mist that hangs over stagnant ponds will drift into the city. And at noon beneath the equivocal sun, the breeze will drag the smell of dry blood from a slaughterhouse abandoned even by flies.
No use going out or staying at home. No use erecting walls against the impalpable. A mouth will extinguish all the fires, a doubt will root up all the decisions. It will be everywhere without being anywhere. It will blur all the. mirrors. Penetrating walls and convictions, vestments and well-tempered souls, it will install itself in the marrow of everyone. Whistling between body and body, crouching between soul and soul. And all the wounds will open because, with expert and delicate, although somewhat cold, hands, it will irritate sores and pimples, will burst pustules and swellings and dig into the old, badly healed wounds. Oh fountain of blood, forever inexhaustible! Life will be a knife, a gray and agile and cutting and exact and arbitrary blade that falls and slashes and divides. To crack, to claw, to quarter, the verbs that move with giant steps against us!
It is not the sword that shines in the confusion of what will be. It is not the saber, but fear and the whip. I speak of what is already among us. Everywhere there are trembling and whispers, insinuations and murmurs. Everywhere the light wind blows, the breeze that provokes the immense Whiplash each time it unwinds in the air. Already many carry the purple insignia in their flesh. The light wind rises from the meadows of the past, and hurries closer to our time. Translated by Eliot WeinbergerEtiquetas: Octavio Paz |
posted by Bishop @ 10:40 |
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Octavio Paz -Libertad bajo palabra- |
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Libertad bajo palabra
Allá, donde terminan las fronteras, los caminos se borran. Donde empieza el silencio. Avanzo lentamente y pueblo la noche de estrellas, de palabras, de la respiración de un agua remota que me espera donde comienza el alba.
Invento la víspera, la noche, el día siguiente que se levanta en su lecho de piedra y recorre con ojos límpidos un mundo penosamente soñado. Sostengo al árbol, a la nube, a la roca, al mar, presentimiento de dicha, invenciones que desfallecen y vacilan frente a la luz que disgrega.
Y luego la sierra árida, el caserío de adobe, la minuciosa realidad de un charco y un pirú estólido, de unos niños idiotas que me apedrean, de un pueblo rencoroso que me señala. Invento el terror, la esperanza, el mediodía -- padre de los delirios solares, de las falacias espejeantes, de las mujeres que castran a sus amantes de una hora.
Invento la quemadura y el aullido, la masturbación en las letrinas, las visiones en el muladar, la prisión, el piojo y el chancro, la pelea por la sopa, la delación, los animales viscosos, los contactos innobles, los interrogatorios nocturnos, el examen de conciencia, el juez, la víctima, el testigo. Tú eres esos tres. ¿A quién apelar ahora y con qué argucias destruir al que te acusa? Inútiles los memoriales, los ayes y los alegatos. Inútil tocar a puertas condenadas. No hay puertas, hay espejos. Inútil cerrar los ojos o volver entre los hombres: esta lucidez ya no me abandona. Romperé los espejos, haré trizas mi imagen, que cada mañana rehace piadosamente mi cómplice, mi delator. La soledad de la conciencia y la conciencia de la soledad, el día a pan y agua, la noche sin agua. Sequía, campo arrasado por un sol sin párpados, ojo atroz, oh conciencia, presente puro donde pasado y porvenir arden sin fulgor ni esperanza. Todo desemboca en esta eternidad que no desemboca.
Allá, donde los caminos se borran, donde acaba el silencio, invento la desesperación, la mente que me concibe, la mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi contrario: torre que corono de banderas, muralla que escalan mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente bajo la dominación de mis ojos.
Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.
Freedom through the word
There, where the frontiers end, the roads fade away. There the silence begins. I advance slowly and fill the night with stars, with words, with the breathing of a distant water that awaits me where dawn begins.
I invent the eve, the night, the next day that arises in its bedrock and rides with limpid eyes a world painfully dreamt. I sustain the tree, the cloud, the boulder, the sea, presentiment of joy, inventions that wane and flicker before the light that disintegrates.
And then the arid sierra, the adobe house, the meticulous reality of a puddle and a stolid pirú, of a few idiotic children who stone me, of a rancorous village that snitches on me. I invent terror, hope, midday -- father of solar deliriums, of sophisms of light, of women who castrate their lovers of an instant.
I invent the scald and the howl, the masturbation in the latrines, the visions in the dung heap, the prison, the louse and the chancre, the scuffle for the broth, the denouncement, the viscous animals, the ignominious contacts, the nighttime interrogations, the self-examination, the judge, the victim, the witness. You are those three. Who to turn to now and with what sophistry to defeat your accuser? Pointless are the petitions, the pleas, the allegations. Pointless to knock on the sealed doors. There are no doors, only mirrors. Pointless to close the eyes or to return among the men: this lucidity never abandons me. I will shatter the mirrors, I will shred my own image, which each morning my accomplice, my informer, devoutly remakes. The solitude of the conscience and the conscience of the solitude, the day with bread and water, the night without water. Drought, field devastated by a sun without eyelids, cruel eye, oh conscience, pure present where the past and the future burn without glow or hope. Everything runs into this eternity that runs nowhere.
There, where the roads fade away, where the silence ends, I invent despair, the mind that conceives me, the hand that draws me, the eye that discovers me. I invent the friend who invents me, my likeness; and the woman, my opposite, tower that I crown with banners, rampart that my foams assail, devastated city that slowly reawakens under the domination of my eyes.
Against the silence and the commotion, I invent the Word, freedom that invents itself and invents me, every day.
Translated by Gilles d'Aymery & Jan BaughmanEtiquetas: Octavio Paz |
posted by Bishop @ 10:20 |
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Octavio Paz -El ramo azul- |
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El ramo azul
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó: -¿Dónde va señor? -A dar una vuelta. Hace mucho calor. -Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse. Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce: -No se mueva , señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunte: -¿Qué quieres? -Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada. -¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme. -No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. -Pero, ¿para qué quieres mis ojos? -Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. -Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos. -Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules. -No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa. -No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta. Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. -Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. -¿Ya te convenciste? No los tengo azules. -¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó. -Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos. -Ábralos bien –ordenó. Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso. -Pues no son azules, señor. Dispense. Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.
The blue bouquet
I woke covered with sweat. Hot steam rose from the newly sprayed, red-brick pavement. A grey-winged butterfly, dazzled, circled the yellow light. I jumped from my hammock and crossed the room barefoot, careful not to step on any scorpion leaving his hideout for a bit of fresh air. I went to the little window and inhaled the country air. One could hear the breathing of the night, feminine and enormous. I returned to the centre of the room, emptied water from a jar into a pewter basin, and wet my towel. I rubbed my chest and legs with the soaked cloth, dried myself a little, and, making sure that no bugs were hidden in the folds of my clothes, got dressed. I ran down the green stairway. At the door of the boardinghouse I bumped into the owner, a one-eyed taciturn fellow. Sitting on a wicker stool, he smoked, his eye half closed. In a hoarse voice, he asked: ‘Where are you going?’ ‘To take a walk. It’s too hot.’ ‘Hmmm – everything’s closed. And no streetlights around here. You’d better stay put.’ I shrugged my shoulders, muttered ‘back soon,’ and plunged into the darkness. At first I couldn’t see anything. I fumbled along the cobblestone street. I lit a cigarette . Suddenly the moon appeared from behind a black cloud, lighting a white wall that was crumbled in places. I stopped, blinded by such whiteness. Wind whistled slightly. I breathed the air of the tamarinds. The night hummed, full of leaves and insects. Crickets bivouacked in the tall grass. I raised my head: up there the stars too had set up camp. I thought that the universe was a vast system of signs, a conversation between giant beings. My actions, the cricket’s saw, the star’s blink, were nothing but pauses and syllables, scattered phrases from that dialogue. What word could it be, of which I was only a syllable? Who speaks the word? To whom is it spoken? I threw my cigarette down on the sidewalk. Falling, it drew a shining curve, shooting out brief sparks like a tiny comet. I walked a long time, slowly. I felt free, secure between the lips that were at that moment speaking to me with such happiness. The night was a garden of eyes. As I crossed the street, I heard someone come out of a doorway. I turned around, but could not distinguish anything. I hurried on. A few moments later I heard the dull shuffle of sandals on the hot stone. I didn’t want to turn around, although I felt the shadow getting closer with ever step. I tried to run. I couldn’t. Suddenly I stopped short. Before I could defend myself, I felt the point of a knife in my back and a sweet voice: ‘Don’t move, mister, or I’ll stick it in.’ Without turning, I asked: ‘What do you want?’ ‘Your eyes, mister,’ answered the soft, almost painful voice. ‘My eyes? What do you want with my eyes? Look, I’ve got some money. Not much, but it’s something. I’ll give you everything I have if you let me go. Don’t kill me.’ ‘Don’t be afraid, mister. I won’t kill you. I’m only going to take your eyes.’ ‘But why do you want my eyes?’ I asked again. ‘My girlfriend has this whim. She wants a bouquet of blue eyes. And around here they’re hard to find.’ ‘My eyes won’t help you. They’re brown, not blue.’ ‘Don’t try to fool me, mister. I know very well that yours are blue.’ ‘Don’t take the eyes of a fellow-man. I’ll give you something else.’ ‘Don’t play saint with me,’ he said harshly. ‘Turn around.’ I turned. He was small and fragile. His palm sombrero covered half his face. In his right hand he held a country machete which shone in the moonlight. ‘Let me see your face.’ I struck a match and put it close to my face. The brightness made me squint. He opened my eyelids with a firm hand. He couldn’t see very well. Standing on tiptoe, he stared at me intensely. The flame burned my finger. I dropped it. A silent moment passed. ‘Are you convinced now? They’re not blue.’ ‘Pretty clever, aren’t you?’ he answered. ‘Let's see. Light another one.’ I struck another match, and put it near my eyes. Grabbing my sleeve, he ordered: ‘Kneel down.’ I knelt. With one hand he grabbed me by the hair, pulling my head back. He bent over me, curious and tense, while his machete slowly dropped until it grazed my eyelids. I closed my eyes. ‘Keep them open,’ he ordered. I opened my eyes. The flame burned my lashes. All of a sudden he let me go. ‘All right, they’re not blue. Beat it.’ He vanished. I leaned against the wall, my head in my hands. I pulled myself together. Stumbling, falling, trying to get up again. I ran for an hour through the deserted town. When I got to the plaza, I saw the owner of the boardinghouse, still sitting in the front of the door. I went in without saying a word. The next day I left town. Etiquetas: Octavio Paz |
posted by Bishop @ 10:00 |
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